Esa noche, fría,
húmeda y desconocida para dos sujetos provenientes de una ciudad sin bares
metaleros, se volvía ávida, desesperada en su consumo, como si el día de mañana
no hubiera un despertar y solo importara estar frente a un vaso con cerveza,
agotando sus recursos.
“Pleno, men” me
dice Joselo, mientras nos acomodamos dentro de uno de los bares de la zona
Forch, en el corazón etílico de Quito. Son las ocho de la noche, hemos
abandonado el hostal y los gemidos eufóricos de nuestros vecinos. Queremos ser
parte de aquella manada anónima y sombría que noche a noche se refugia en
sitios como este: oscuros, con olor a cerveza regada sobre las mesas, goteando
en el piso y lista para que un incauto resbale sobre ella, con botellas cayendo
sobre quienes perdieron una batalla interna. Eso queremos, eso venimos a
buscar.
Estamos en un
pequeño edificio donde funcionan tres bares en cada piso, nos hemos quedado en
el primero. Allí los metaleros y metaleras son como los imaginamos: entes de
cabelleras largas, danzando al ritmo de un heavy que proclama libertad y
rebeldía, danzando junto al líquido espumoso que parece inagotable junto a
ellos. Sus tatuajes, su vestimenta fúnebre, el aura de que aquí, en el bullicio
de voces cantoras y vasos con líquido que desaparecen al instante, todo es
normal nos regocija.
El asistente del
asistente del barman ha recogido al cuarto ebrio de la noche que ha caído sobre
su propio vómito, ha roto dos botellas y luce un trozo de ellas en su mano
izquierda. Nada que nos altere, sin embargo algo ha empezado a dislocarse en el
bar. La maldad parece esfumarse entre las pequeñas mesas, en cada uno de los
arcanos habitantes.
Existe un
complot, el metal empieza a diluirse, los metaleros y las metaleras reniegan de
su estilo. Supongo que estamos ebrios y caídos en el piso mugriento del bar,
teniendo una de las peores pesadillas con la que podría encontrarse un metalero.
La tipa de
cabellera larga que hace media hora gritaba Manowar, es una apasionada que
abraza a su novio, que le da una serenata improvisada. Enanitos Verdes está de
fondo, y en ese fondo su verdadero yo asoma sin vergüenza. Él, el tipo de
múltiples tatuajes, el del mosh interminable, olvidó lo que era, y ha
correspondido a la serenata con otro “himno” para esta ocasión. Maná es su
bandera, Maná le pone las palabras que antes no había encontrado.
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Cuando nos
trazamos ir tras los bares rockeros y metaleros del país, de esa capital
adsorbente y demente, no nos mentimos. Hemos salido de esa trampa y hemos
subido a otro de los bares del mismo edificio. El rito se repite: primero las
cervezas, el aglomeramiento, el creer que las cabelleras, la vestimenta,
aquella aptitud natural lo eran todo. Caímos. No ha pasado mi media hora y el
pop rock ataca como plaga, lo peor es que salvo a nosotros, a nadie más parece
importarle lo que ocurra.
- ¿Y si vomitase
sobre la barra, sobre el cpu donde anidan aquellos infiltrados? me dice Joselo,
más colorado de lo que es, con la irritación a cuesta, como una segunda piel a
punto de abandonarlo y abalanzarse contra todo y todos.
Pero nuestro
objetivo no son los problemas.
Así que acabamos
la última ronda, nos despegamos de los pequeños asientos y nos alejamos,
bajamos las escaleras pensando en la decadencia de los bares metaleros, de lo
errado que están muchos de sus visitantes, de lo contradictorio del ambiente,
de todo lo peor que nos representa esta farsa.
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